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BRAUDEL PAPERS - Edición Extraserie Año 2001 Nº 28 |
El mundo es ancho y ajeno
Los
telegrafistas de la red nacional difundían las noticias pueblerinas y
mundiales. Diariamente transmitían los titulares de los periódicos
que no llegaban a los pueblos del altiplano, noticias de la política,
de los partidos de fútbol y la suerte de los cuartelazos. Las radios a
transistores japoneses, ya en el mercado mundial, no habían llegado aún
a las aldeas de los Andes. Nací
en esa oficina que participaba en los cambios que vivió el país hasta
que los cambios borraron los millares de postes y cables de la red
telegráfica en todo el país. La varita mágica del cambio se movió rápidamente,
conectando comunidades aisladas con el resto del mundo, liberando los
campesinos de la servidumbre e ignorancia. Los cambios trajeron nuevas
carreteras, muchas escuelas, nuevos combustibles, electricidad,
transporte por bus, camión y avión, teléfono con discado
directo, radio, televisión y, recientemente, cabinas públicas de
Internet. En los remotos pueblos de los tiempos del telégrafo, ahora
sus gentes pagan 57 centavos de dólar por hora para llamar a teléfonos
de familiares en EU o Europa usando telefonía IP (Internet Protocol),
seguir los detalles sobre la crisis política de poder y corrupción
tras la huída del presidente Fujimori o aliarse en nuevos partidos políticos.
Mi hijo Miguel pudo, recorriendo las aldeas de Puno, cultivar una
amistad con Raquel Salvador, una española radicada en Londres a quien
conoció en el Chat Café Ole. Ella acaba de llegar, para pasar unos días
juntos en Los Andes para conocerse más. La
proliferación de escuelas secundarias después de la reforma agraria
en los años 70 arrojó jóvenes a las ciudades para seguir estudios.
Con nuevas oportunidades producidas por los cambios, se dispersó la
avasallada masa indígena que acudía a las oficinas del telégrafo
para recibir medicinas y curaciones que mi madre repartía. Cuando volví
a Acora, muchos años más tarde, quedaban apenas los viejos. Me
trataron como a un extraño, diciendo que hablo y me visto como un
gringo, que quedé muchos años fuera sin hacer nada por el pueblo. Otro
ausente es Oswaldo Curo, que había nacido en 1971 en Capachica, en el
otro lado del Lago Titikaka. Lo conocí en São Paulo, una madrugada de
agosto del 00, 0 buscando lugar para vender un lote de aretes, entre
una multitud de fantasmales siluetas atiborrando la Calle 25 de marzo,
el tumultuoso mercado callejero cerca al antiguo centro financiero de São
Paulo. Allí chinos, coreanos, rumanos, angoleños, ecuatorianos y
peruanos, junto con vociferantes nordestinos brasileños, venden al por
mayor productos de toda procedencia hasta las 8 de la mañana, cuando
empiezan a llegar los inquilinos de los puntos de venta callejera
autorizados a los minusválidos, a quienes pagan 400 reales semanales.
Los vendedores de la madrugada temen la “rapa” de los inspectores
municipales, convocados por los minusválidos en defensa de sus
derechos adquiridos. Oswaldo
vive y produce bijouteria con una mulata de Minas Gerais, en un cuarto
del Hotel Itaúna, que hospeda a los peruanos del Cusco en São Paulo.
Vive tres de sus 29 años en Brasil, después de abandonar sus
estudios, en la Universidad Adventista en Lima, por falta de dinero,
siguiendo un fuerte impulso. “Tenía 10 años cuando salí por
primera vez de mi pueblo en excursión escolar para ver el mar en
Arequipa,” dice. “No entendía bien el castellano. En mi pueblo se
hablaba sólo Quechua. Después regresé
por mi gusto, trabajé como heladero, era bueno para conocer la ciudad.
Me daban comida y dormía en un rincón de la fabrica del patrón. Yo
siempre quise salir. Estaba dentro de mí por eso me fui a estudiar a
Lima y ahora estoy aquí.” La puerta del Hotel Itaúna se abre a la Avenida Rio Branco. El hotel arroja un acre olor a moho y polvo que viene desde lo alto de la escalera que conduce a los pisos superiores. Puertas, rejas y guarniciones de un verde desvaído salpican de color cuatro de los cinco pisos, largos pasillos laterales a media luz conectan las 17 habitaciones por piso cuyas puertas permanecen entreabiertas la mayor parte del día expirando olores a jabón comida, sudor y lana de animal. Algunos niños juguetean muy cerca de sus puertas y en cualquier lugar el llanto de un lactante se mezcla con música cusqueña reproducida en casseteras. Sobre el piso de las habitaciones, rumas de tejidos de alpaca organizados por docenas, guantes, gorros, extinguidos chullos peruanos, bolsos de irreconocible procedencia. Adosados a las paredes desde el techo armazones de metal sosteniendo ganchos ensartando centenares de pulseras y gargantillas de todo color y forma procedentes del Perú, Ecuador, Paraguay, Brasil y Bolivia. Estanterías de vidrio con variedad de piezas y adminículos para bijouteria y objetos de cerámica fría para refrigeradores. Las habitaciones del fondo, más reservadas, divididas por cortinas sirven de dormitorio-taller. Camas y colchones unos sobre otros ceden durante el día, el espacio para la confección de aretes por los cuales se paga cinco centavos la unidad a un personal de confianza. Oswaldo da trabajo en su habitación a dos jóvenes brasileñas que confeccionan bajo su dirección adminículos semejantes a los usados por la exuberante Feticheira (Hechicera) de la TV. “A las muchachas les gusta ponerse lo que la Feticheira usa. Cada semana es algo distinto. Tengo que producir muy rápido,” dice. Los comerciantes chinos en São Paulo rodean a los peruanos, buscando una forma de imitar los aretes del Cusco. “Exige mucho trabajo fino manual,” dice René, un cusqueño que vende en la 25 de março. “Es un producto con el que los chinos no pueden competir.”
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Los
comerciantes más pudientes adaptaron altillos en sus cuartos que
sirven como literas y como almacén suplementario donde se guarda
mercadería o colchones a ser tendidos en el suelo en
las noches. Por
día funcionan como bazares discretos para aprovisionar a los
miles de peruanos, y otros feriantes que vienen de las calles o del
interior del Brasil. Al centro un corredor central conecta la segunda
fila de habitaciones y los servicios higiénicos desde cuyo interior, a
media mañana, chorreando agua, semivestidos, salen
algunos huéspedes rumbo a sus cuartos. Son los comerciantes
mayoristas de vuelta del voraz mercado que surge desde las cinco de la
mañana el mercado libre de São Paulo. El hotel hospeda a 350 cusqueños
entre sus 80 habitaciones. Migración y adaptación Estos
cusqueños están en el alto de la honda de la migración mundial. La
migración es uno de los mecanismos más antiguos de la adaptación
humana. Desde hace 70,000 a 100,000 años atrás, cuando los primeros
hombres aparecieron en África, la migración difundió la humanidad a
todos los continentes del planeta, casi siempre como respuesta a las
crisis ecológicas, los conflictos políticos y a las nuevas
oportunidades. “La historia de América es, en el sentido más
amplio, la historia de la migración,” observa el historiador demográfico
Noble David Cook. Olas migratorias formaron el pueblo brasileño, y
especialmente la Ciudad Mundial de São Paulo: portugueses, negros,
italianos, alemanes, judíos, rusos, japoneses, coreanos y, ahora,
trabajadores pobres y comerciantes de América del Sur. Los
andinos que llegan al Brasil forman parte del torrente humano
que hoy cruza fronteras, de uno al otro lado del mundo. Peruanos,
brasileños e iraníes pululan en Japón, que está perdiendo población
hace décadas por la caída drástica en nacimientos. África del Sur
expulsa cada año 100,000 de sus dos millones de inmigrantes
indocumentados, pero muchos de ellos vuelven clandestinamente. Los
chinos entran a Europa por los Balcanes, los musulmanes a Italia vía
Bosnia en vuelos semanales desde Estambul y Teherán. En el primer
semestre de 2000, el gobierno de Croacia, capturó 10,000 inmigrantes
ilegales, mas que los 8,000 en todo 1999, procedentes de China,
Rumania, Bangladesh, Turquía y otros países. Gángsteres y
prostitutas de Albania entran fácilmente a Italia para circular por
toda Europa. En junio, los cadáveres de 58 chinos asfixiados fueron
encontrados en el container de un camión en Dover, en una tentativa de
ingreso clandestino a Inglaterra. Según el New
York Times, “estas historias parecen confirmar la alarma
creciente entre diplomáticos y funcionarios de inmigración en
Occidente. Creen que una sofisticada red de gran alcance, dedicada al
tráfico de seres humanos desde Asia, ha transferido su objetivo de los
Estados Unidos, hacia Europa.” En
Nueva York, 40% de la población actual nació fuera de los Estados
Unidos, en 167 diferentes países y habla 116 lenguas. “Sin la
inmigración, Nueva York sería muy diferente, con barrios abandonados
y pérdida de población,” afirma el sociólogo Philip Kasinitz. Las
mayores olas de nuevos inmigrantes vienen de Rusia, México, India,
Pakistán, Bangla Desh, República Dominicana y Colombia. Migraciones
parecidas llegan a París y Londres. En los Estados Unidos, 12% de la
fuerza de trabajo consiste en inmigrantes, sumando 15.7 millones de
personas, de las cuales cinco millones son ilegales. Estados Unidos emite
250,000 visas anualmente para técnicos extranjeros en software. En el
Valle de Silicio de California, 774 empresas eran dirigidas por
migrantes de la Índia en 1998 y otras 2,001 por chinos, empleando
juntas 58,282 personas produciendo el 17% de las ventas de alta
tecnología del Valle. El
gobierno de Iowa, en el corazón agrícola de los Estados Unidos, está
reclutando inmigrantes activamente, alarmado por sus perdidas demográficas,
el envejecimiento de su población nativa y la emigración de sus jóvenes
después de salir de las escuelas.
Italia, con la tasa de natalidad más baja de toda experiencia
humana, tiene más gente mayor de 60 años que la menor a 20 años. Es
difícil pensar en otra solución para el problema demográfico de
Europa Occidental, con una tasa de reproducción negativa, que no sea
inmigración masiva. Las migraciones internacionales también forman
parte integral del proceso de globalización. Lo difícil políticamente
es establecer distinciones jurídicas entre el movimiento libre de
bienes e ideas y el movimiento libre de personas.
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Oriundos
del Cusco Cuando
acabó el terrorismo del Sendero Luminoso en el comienzo de la década
de 90, Cusco volvió a ser una de las grandes atracciones turísticas
de América del Sur. Entre iglesias coloniales y monumentos macizos
antiguos del Imperio Inca, indígenas de habla quechua vestidos en
ponchos coloridos posan para fotos turísticas al lado de llamas
adornadas con cintas rosadas, pidiendo propinas con fragmentos
desastrados de inglés y francés. Bares y discotecas pizcan letreros
de neón. Vendedores de calle rodean los
turistas para ofrecer chompas de alpaca y joyas nativas, un
negocio que envolvió Raúl Aquino cuando
llegó al Cusco como niño de aldea para estudiar el Secundario.
Fué tan fácil vender estos artifactos
a los turistas brasileños que Raúl, como otros pobres cusqueños,
decidió probar su suerte en São Paulo. En
el Hotel Itaúna, Raúl y Fausto, un indígena del Ecuador, charlan y
hacen negocios. De cuerpo bajito y rostro redondo, una larga trenza
llegando hasta la cintura, típico de su pueblo, Fausto cuenta que
viaja en avión cada ocho días para el norte del Ecuador a su pueblo,
Otavalo, para traer pulseras y adornos personales con motivos brasileños
que manda producir allí. Los pueblos indígenas de esta región
producen una artesanía conocida y promocionada internacionalmente. Así
como Fausto, los otavaleños andan hoy por el mundo ancho y ajeno,
colocando su producción artesanal en todos los mercados imaginables.
En Sao Paulo, los otavaleños se hospedan en el hotel de los peruanos
porque reconocen en ellos una proximidad que les permite hacer
contactos y conocer mejor el mercado para proveer productos. Raúl
era uno de los primeros huéspedes peruanos del hotel. “La primera
vez que llegué en 1995 no éramos ni cinco los peruanos hospedados,”
dice. “Veníamos sólo por días. Teníamos que vender rápidamente
la mercadería traída y regresar porque nos resultaba muy caro
quedarnos, al cambio en dólares. Los que viven ahora en el hotel
llegaron hace poco”. Raúl vive ahora en una habitación de un
edificio cercano, con un grupo flotante de amigos y parientes. Casi
todos completaron escuela secundaria, en contraste con la mayoría de
los brasileños, bolivianos y ecuatorianos de su edad y clase social.
Tiene 27 años, ojos de ardilla y anchas espaldas. Está renovando la
documentación de residente para alquilar un box en el Shopping chino
de “la 25 de marzo.” Viene al hotel para comprar
mercadería. Su hermano Nacho acaba de regresar al Perú
llevando dinero para sustentar su madre y sus dos hermanas estudiantes en la Universidad del
Cusco. Está buscando aretes peruanos que han empezado a escasear.
“Aquí es muy diferente,” Raúl comenta. “Se vende todo, hay una
voracidad consumista, especialmente entre las mujeres. Aprecian lo que
se trae, preguntan de donde viene y respetan nuestra diferencia. Las
novedades acaban y hay que estar cambiando de mercadería
permanentemente”. Excepto
los domingos, el hotel despierta antes de las 5 de la mañana.
Resplandores de luz bajo las puertas iluminan levemente los pasadizos.
Voces apagadas, algunas casseteras a bajo volumen y de pronto un tropel
de personas sale cargando enormes paquetes hacia la oscuridad de las
calles rumbo al mercado libre de la madrugada paulista. Van en grupo
para protegerse de robos, regresan cuando pueden. Están muy prevenidos
contra asaltos desde que bandidos invadieron el hotel en julio,
saquearon mercadería y se llevaron dinero que los comerciantes
guardaban en efectivo por no poder abrir legalmente cuentas de banco. En
los últimos años algunos 50 mil peruanos, mayoritariamente del Cusco,
han llegado a Brasil para quedarse o por temporadas. Aunque recorren
ferias, playas y mercados del interior, han hecho de São Paulo su
centro de operaciones. Viven en apartamentos alquilados o comprados en
los edificios del centro en mejores condiciones que en el hotel. Un
promedio de 10 personas comparten las habitaciones, asumiendo cada una
el costo de la vivienda, ligados por una
red de familiares y amigos. Los peruanos y brasileños venden y
compran la mercadería uno del otro para llevarla a sus lugares de
origen. Los peruanos venden de tres maneras: Los viajeros aprovisionan
a los mayoristas del hotel a un precio base. Venden también en la
“25” un poco más caro. Los detallistas se abastecen a cualquier
hora en el hotel al contado o al crédito garantizado por un fiador o
por su propia trayectoria comercial. Hay
peruanos de todas partes. Algunos han hecho fortunas como Darío, de
Huancayo en los Andes Central, el rey de los adornos de refrigerador,
pequeñas frutas de cerámica que encantan las amas de casa. Llegó al
Brasil como traficante internacional de tesis de grado universitarias
para vender las tesis de las universidades del Brasil en Perú y
Bolivia. Descubrió que los adornos de refrigerador hechos
artesanalmente en Perú pueden ser vendidos en el Brasil en cantidades
de espanto por ser más baratos, de calidad superior a los producidos
en Brasil y por los asiáticos. Se dedicó a traer los adornos de
refrigerador del Perú en largos viajes por tierra. Cuando el real se
fue desvalorizando frente al dólar, encontró una salida maestra que
eliminaba el costo de traerlos y la competencia: fabricarlos en Brasil.
Ubicó en el cinturón de miseria de Lima a las manos más hábiles que
producían la cerámica en frió. Descubrió también que era uno de
los componentes de origen peruano el que le da la calidad y viscosidad
a la artesanía. Trajo ambas y empezó la producción masiva en un
taller al fondo de una casa en el barrio de Casa Verde. Rápidamente
explotó la demanda. Instaló otros talleres clandestinos y construyó
una plataforma comercial para dominar el mercado. Hoy Darío dice que
está preparándose para exportar. Volvió al Perú para montar en el
Vitarte, un distrito pobre
de Lima, una fábrica con decenas de trabajadores a destajo. Los
peruanos en São Paulo protegen sus viviendas con los sistemas de
seguridad común en la ciudad. Tele vigía en pasillos y ascensores
conectados a la señal de cable que les permite observar lo que sucede
en el exterior de la vivienda llenas de cajas, mercadería, maletines y
colchones arrumados. Para alquilar un pequeño apartamento hay
que superar los requisitos de renta. Una suma de garantía equivalente
a varios meses de alquiler, documentos en regla, fiador y constancias
de ingresos económicos. La
presencia de los cusqueños en Brasil obedece a diferentes factores. El
Cusco fue lanzado como destino turístico en los últimos 30 años con
la construcción de un aeropuerto internacional y recientemente el
asfaltado de la carretera hasta La Paz. Inmediatamente después de
controlada la epidemia de cólera y la guerra subversiva, el flujo
aumentó cinco veces en los últimos cuatro años hasta llegar al millón
de turistas en 1999, un volumen jamás visto. Los artesanos han sacado
gran provecho del turismo,
reviviendo como en tiempos de la colonia
incontables talleres artesanales y el antiguo corredor hacia
Bolivia. En
el mundo andino, las migraciones son de tradición antigua. En tiempos
incaicos las migraciones ocurrieron como traslados ordenados de obreros
para las construcciones, soldados en expedición o al implante de
pueblos vencidos en otras zonas como castigo o como medida de
seguridad. En la Colonia los indígenas migraron de sus comunidades
para huir del trabajo forzado en las minas. En 1680, la mitad de la
población de la ciudad del Cusco era migrante trabajando como
arrieros, artesanos, comerciantes y servidores domésticos. Con la
modernización y la urbanización, las migraciones se multiplicaron. Con
la ascensión del turismo llegaron comerciantes internacionales de
artesanía despertando la fiebre de la producción en serie, de aretes
y collares con incrustaciones de piedras del Brasil. “El Gringo Jeff
montó una fabrica reuniendo a 100 artesanos,” recuerda Raúl Aquino.
“Nos hacia trabajar día y noche, exigiéndonos cada vez más
producción. Nos pagaba 10 dólares a la semana por producir 100 pares
de aretes. Monté mi propio taller cuando aparecieron compradores
directos. Un día nos dijeron que el mercado se había saturado y no
nos pagaron la mercadería que habíamos entregado. Tenía 4,000 pares
de aretes y muchas deudas. Me vine al Brasil para venderlos
directamente. Los vendedores de piedras me dijeron que había un buen
mercado”. Al
empeorar la recesión que vive el Perú, miles de cusqueños salieron
en busca del mercado en Brasil. A su paso obligado por el Titikaka
incorporaron a sus mercancías, los toscos tejidos de alpaca que los
gringos gustaban comprar. Descubrieron que hacia furor entre las
mulatas de São Paulo para abrigarse coquetamente en el corto invierno
paulista. Chullos indígenas (gorros de lana cubriendo las orejas), de
uso extinto en el Perú, salen de las estaciones del metro de São
Paulo en las cabezas de orgullosos compradores. Entre
otros peruanos, Raúl tenía rentado un box de 2x2 metros en la estación central de metro de la plaza de Sé por donde
pasan cada día dos de los 17 millones de personas que viven en el Gran
São Paulo, 17 veces más que el millón de turistas que llegan al Perú
en un año. El Gran São Paulo genera el 20% del producto bruto interno
del Brasil, dos veces el tamaño de las economías de Perú y Bolivia
juntos.
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Los
Coreanos llegan Antes
de los peruanos y bolivianos, llegaron los coreanos. Tjitjalenka era el
nombre del barco que trajo oficialmente en 1963, bajo un acuerdo entre
los gobiernos de Brasilia y Seúl, al primer centenar de familias
coreanas desde las tierras distantes del antiguo reino de Kyrio que
conocemos como Corea, rompiendo con este envío una larga tradición de
condena a los emigrantes. La falta de trabajo que sufrían en Corea del
Sur quienes habían huido de Corea del Norte y la tremenda crisis económica
tras la división territorial de Corea hace 50 años llevó al gobierno
de Seúl a financiar la emigración al Brasil para desviar el
crecimiento demográfico, aliviar la desocupación, obtener moneda dura
que los emigrantes enviarían y ganar aliados diplomáticos. Pero
los emigrados tenía una idea diferente. No querían mantener lazos con
Corea. Su partida era para ellos una salida definitiva y total.
Llegaron con la idea de convertirse en hacendados. Eran militares,
gente de clases medias instruidas y algunos de las clases altas.
Intentaron conseguir trabajo en São Paulo. Fracasaron. Salieron
entonces a las
calles a vender de puerta en puerta pañuelos y camisas asiáticas.
“El éxito fue inmediato,” recuerda Mu Kon Kim un viejo pastor
evangélico. “La mayor parte de los coreanos son cristianos de varias
iglesias. Antes era muy fácil saber lo que estaban haciendo los demás.
Vivían casi todos en la villa Coreana en el barrio Liberdade. Cuando
se enteraron de que la venta callejera daba buen resultado, todos
hicieron lo mismo”. La venta de puerta en puerta les dio el
conocimiento de la ciudad y sus necesidades que impulsó a los tres Kim
pioneros, Son San Kim, In Bae Kim y Sun Hoom Kim a iniciarse en el
mundo de las confecciones. Sólo
los más viejos recuerdan que fue el pálpito, la calculada decisión
de Soo San Kim que lo llevó a comprar una pequeña máquina de coser a
plazos para coser en su casa, hasta muy entrada la noche, manteles y pañuelos
que vendían a la mañana siguiente ganando 10 a 12 veces el costo de
producirlos. Los otros Kim lo secundaron con éxito. La
aventura de los tres pioneros contagió a los demás coreanos. Muy
pronto en todas las casas, la febril actividad involucró a las
familias. El crecimiento económico del Brasil en la época absorbía
una venta cada día mayor de la producción de los talleres ocultos. Máquinas
domesticas compradas a plazos era lo único que tenían. El corte se
efectuaba con tijeras, de rodillas sobre el tejido extendido en el
suelo. Cuando la demanda de costura llegó a niveles de espanto, los
confeccionistas ya no tenían tiempo ni para comer. Cosían día y
noche casi hasta el desmayo. En viaje triangular desde el Paraguay nuevos grupos de coreanos ingresaban por las fronteras con Bolivia. Quienes crecían en la industria de las confecciones no dudaron en utilizar el miedo de los ilegales a ser expulsados para someterlos a un sistema de trabajo en condiciones de esclavo en los talleres ocultos en la llamada Villa Coreana. Maquilaban escondidos, con ventanas cerradas, ocultando a los niños para que su presencia no los delate. Temiendo a cada carro policial en la idea de que venían por ellos. Cuando se dio la amnistía de 1982 centenares de mayoristas ya florecieron en Bras y Bom Retiro.
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Antes
de la amnistía de 1982, habían florecido comerciantes mayoristas
abastecidos por talleres clandestinos. Entre ellos, un comisionista al
5% se encargaba de colocar la producción de los talleres y recoger
pedidos. Los talleres aspiraban a ganar el 100% sobre el valor de
producción y los vendedores al por mayor, el 20% del precio de
venta.La competencia entre firmas impulsó una respuesta propia del
grupo de coreanos en Brasil: el ahorro y la simplicidad que se mantiene
hasta hoy. El criterio del ahorro es visible aún en todos los
comercios. Decoración y muebles simples al máximo, hasta llegar a la
ausencia de anuncios y vitrinas. Cuando hay ofertas, se anuncian
anotados en tosco papel colgando de una caja. En la producción el
ajuste de costos se consigue vía la mínima inversión en
infraestructura, el control máximo del salario y en el atraso tecnológico.
Para asegurar el éxito y reducir los riesgos de perdida, hay dos
estratégias. La primera es control de los estoques, produciendo en
pequeñas cantidades, normalmente lotes de 400 a 1,500 piezas, los más
osados llegan hasta 7,000. La segunda es el crédito, pagando a los
talleres proveedores después de la venta y la devolución de las
piezas no vendidas. Cuando un modelo es puesto en el mercado, se somete
instantáneamente al test del éxito. Si empieza a venderse, se
solicitan nuevos estoques. Si no se vende entre 30 a 60 días, se
devuelve al taller. El
dominio de los coreanos sobre las confecciones en São Paulo y el
ingreso de miles de ilegales bolivianos fue simultaneo, movidos por el
mercado dinámico en Brasil y la crítica situación en Bolivia. Los
miles de talleristas coreanos clandestinos que alcanzaron la legalidad
por efecto de la amnistía de 1982, encontraron en los bolivianos que
huían del hambre el reemplazo barato en sus puestos de trabajo para
sostenerse y crecer en el competitivo y voraz mercado de São Paulo. Los
bolivianos tienen raíces propias en la confección. A mediados de los
80, se instalaron confeccionistas en los alrededores de La Paz y El
Alto en Bolivia. Producían para los mercados de las fronteras
imitaciones de ropa americana para el frío. Emplearon una población
flotante acostumbrada desde tiempos de la Colonia a ir de un lado a
otro en busca de sustento. La ropa ingresaba de contrabando al Perú
por el control fronterizo de Desaguadero. Los moradores de los pueblos
fronterizos peruanos de Ollaraya, Unicachi y Tinicachi amasaron
fortunas contrabandeando jeans y casacas bolivianas, hasta que
aprendieron a confeccionarlas en sus propios talleres en Lima. Otros
confeccionaban toscos vestidos muy solicitados en los Andes por su bajo
precio. A lo largo de la década de los 80, era constante la quiebra de
los talleres y la instalación de nuevos con maquinas más sofisticadas
capaces de producir detalles y costura novedosa. Esta vía de
modernización contribuyó al fracaso de los talleres incapaces de
competir con la novedosa confección. Primero fueron los costureros.
Después los dueños de talleres trasladaron sus máquinas o vendían
todas sus pertenencias para integrarse al mundo de las confecciones en
Sao Paulo. Habituados
a ir de un lado a otro, a vivir en las minas y ver la luz del día unas
horas por semana, los bolivianos se acomodaron a vivir en los talleres
de costura de los coreanos en condiciones parecidas a
de las minas. Familias completas en condición de ilegales
aceptaron vivir y trabajar en un mismo ambiente en condiciones cercanas
a la esclavitud. Trabajando a destajo 16 horas por día, repitieron
hasta en los detalles la vida llevada por sus patrones cuando ellos
eran los ilegales. No menos de 150 mil bolivianos han trabajado en esas
condiciones en los talleres coreanos, intentando alcanzar un salario
eludido bajo un sistema de vales sin fecha de pago. Los
primeros costureros cultivaron esperanzas. Volver a montar un taller en
Bolivia o en Brasil para hacer lo mismo que los coreanos. La nueva
amnistía de 1998 abrió ventanas a la esperanza. Antes que por
denuncias de la prensa, los coreanos han cedido la confección a nuevos
talleristas bolivianos por una razón tan simple como aplastante.
Transferir el riesgo a los bolivianos, absorbiendo su trabajo y librándose
del temor a una posible multa al ser descubiertos por las autoridades.
Los talleres de los coreanos siguen operando en las mismas condiciones,
pero ahora con el escudo de los bolivianos. Dueños
de un documento de identidad y con la experiencia acumulada, los
bolivianos ingresaron rápidamente al tallerismo después de la amnistía
legalizando su permanencia en Brasil. Podían arrendar una vivienda,
conseguir una cuenta bancaria y valerse de la facilidad, con que se
obtiene un crédito en São Paulo para comprar en la multiplicidad de
talleres de reparación, máquinas de segundo uso a precios
inmejorables. Una
máquina de costura recta de fabricación china, la más barata, puede
ser comprada a US$ 190. Una japonesa Juki a US$ 270 y una americana a
US$ 325. Las pequeñas máquinas para costura overlock son más caras.
Las más baratas son de US$ 650. Con no más de US. $ 900 se puede
montar un taller solvente para costura simple. Maquinas especializadas
en trabajos específicos cuestan mucho más por oportunidad, antes que
complejidad. Los comercios de máquinas son mayormente de propiedad de
brasileños que han conducido esta actividad por años sin mayores
sobresaltos sirviendo primero a los coreanos y ahora a los bolivianos.
Muchas máquinas se ensamblan ahora en Manaus y llegan a precios mas
bajos que antes. Pero son
maquinas tecnológicamente atrasadas. La
inexperiencia tiene sus costos. Los resultados de sus sueños se
reparten por partes iguales. Una de ellas la componen aquellos que
pudieron manejarse en un mundo nuevo, soportando caídas y angustias.
Consiguen adquirir una casa y conducen sus propios vehículos. Educan a
sus hijos lo mejor que les es posible. Si bien viven en un espacio
bastante cerrado, consiguen una integración aceptable. Manejan algunas
decenas de comercios. Y para sus hijos Bolivia es un lugar remoto. Un
segundo grupo son los especialistas que sobrevivieron, pero fracasaron
como otros soñadores en su intento de manejar un taller. Entran
también en otros ramos. Rosa Elvira es una mujer entrada en años.
Habla mejor el portugués que el español, porque los acentos aymaras
tienen sonidos cerrados y sibilantes próximos al portugués. Vende
adminículos electrónicos y copias de software en CD pirata en la
calle Santa Ifigenia. “Vine hace 20 años con toda mi familia,”
dice. “Tenía un taller de costura en mi casa cerca al barrio de
Sopocachi en La Paz. Yo soy paceña neta. No se vendía nada en
Bolivia. Había que llevar uno mismo la ropa hasta la frontera pero ya
estaban cociendo al otro lado.Vivía con toda mi familia en un taller.
Nos tuvimos que venir. Puro vale. Los coreanos no pagan nada. Puro
vale, nunca se podía cobrar. Hemos hecho de todo. He vendido comida.
Tampoco, daba al crédito y la gente desaparecía o se cambiaba de
taller. También hemos vendido “cachorrinhos” (sándwich de hot
dog). Hemos hecho de todo. Ahora mi hija tiene un taller de costura. Yo
no pude. Había que correr de un lado a otro buscando costura,
cocinando para la gente. Tenía que pagar cinco cosas. Alquiler, luz,
agua, comida y sueldo. No alcanza. Tanto trabajo y no alcanza. Los
coreanos pagan centavos por una pieza cocida. Centavos señor. Ahora
estoy mejor en la calle.” Los
compradores que frecuentan la Calle Santa Ifigenia buscan cosas
puntuales. Copias específicas de software, piezas de hardware, plugs,
adaptadores. Cuando no los tiene, ella anota el pedido en una libreta.
Sabe que volverán porque los vendedores de la calle son los más
efectivos masificadores de cualquier producto, tanto de la lana de los
Andes como de la última tecnología. Los grandes fabricantes bien lo
saben. Otros
bolivianos trabajan como modelistas y cortadores. “Prefiero trabajar
para brasileños,” explica Samuel Condo, modelista de Street Fashion
en Calle Arcoverde. “Pagan mejor y se trabaja a gusto. Detesto a los
coreanos. Son muy abusivos. Cuando sacas un modelo exclusivo ni te lo
reconocen. Siempre quieren más. De los bolivianos mejor no hablamos,
somos como perros comiendo carne de otro perro. Los peores son los que
trabajan como capataces de los coreanos como hablan tu lengua te sacan
el jugo.” Antiguos o recientes. Difícil saber cuál es el origen y
las razones de los nuevos coreanos en la industria de la confección. Algunos bolivianos más jóvenes son la vergüenza de los mayores y preocupación de sus padres si los tienen en São Paulo. Quienes llegaron de niños se han identificado con los modales y hábitos de las clases bajas de São Paulo. Seguros de ser ciudadanos legales, no les interesa continuar con la actividad de sus padres. Un cansancio generacional pareciera haberles transmitido un sentimiento de derrota. No tienen otro horizonte que el vivir el día. La sociedad brasileña es una superficie enorme en la cual se pierden.
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Domingos
en la Plaza Parí Desde
las cinco de la tarde cada domingo, la pequeña plaza triangular de
Santo Antônio en el barrio de Pari se llena de música con acentos de
lata brotando desde un escenario elemental al interior de las rejas que
encierran la desvaída superficie de cemento que permanecerá vacía
hasta el final del día. A un lado de la plaza, destartalados tubos de
hierro soldado hundidos en arena sucia, los juegos infantiles donde
juguetean niños de todas las edades. Al caer la noche, forma un
ambiente de misterio, silencio y complicidad. En
la noche de domingo aparecen millares de bolivianos en procura de unas
horas de libertad. Circulan ente mezas y tenderetes sobre la vereda.
Bolivianos entrados en años que llegan en viejos autos colmados de
familiares para abrir puestos de venta. La
discreta feria de pueblo andino crece
bajo la vacilante luz de focos alimentados por energía eléctrica
tomada de los postes.Cassetes de música boliviana cubren mesas
plegables de alumínio en cuanto estéreos portátiles pregonan los últimos
éxitos de La Paz. Dentro la plaza misioneros
evangélicos sermonizan en español
por micrófono a audiencias atentas de jóvenes, alternando con
intervenciones animadas de una banda boliviana de rock. En una esquina
otros bolivianos se agolpan sobre una barrera de sacos conteniendo
granos y tubérculos andinos para comprarle a una mujer mayor: quinua,
ollucos, ocas, trigo seco, maíz para chicha, queso serrano, charqui,
todos traídos desde Bolivia.En otra esquina se venden a tres reales
fotografías de torneos deportivos y encuentros sociales exhibidas en
gruesos álbumes. Jóvenes
bolivianos dan vueltas por la Plaza Parí, pausando frente a los
kioskos y las placas puestas por enganchadores coreanos de mano de
obra. Apenas si saludan a alguien. Difícil saber si entre los miles de
bolivianos se conocieron alguna vez.Miran de reojo en busca de un
rostro conocido. Un gesto, algún vecino en Bolivia. Desde carros
estacionados los enganchadores miran el flujo de jóvenes bolivianos
como Walker y Rubén, en mangas de camisa temblando de frío con los
ojos clavados en el movimiento. Cruzan la calzada de golpe para
alcanzar a un conocido, se extienden apenas la mano. Nada que decir.
Solo una inmensa sonrisa y después mirar el suelo. La vestimenta de
los recién llegados lo dice todo: acaban de fugarse de un taller de
costura. “Hemos
llegado juntos,” cuenta Walker. “Estábamos trabajando con el
boliviano que nos trajo. Nos ha hecho trabajar seis meses y sólo
peleando conseguimos que nos pague 10 reales a cada uno.” Añade Rubén:
“Nos subimos a un taxi. No sabíamos dónde estábamos solo le
dijimos al taxista: a la plaza de Parí. Le pagamos todo el dinero. El
señor comprendió nuestra situación.” Rubén
y Walker, compañeros de colegio en El Alto, habían “fracasado” en
el examen de ingreso a la Universidad de La Paz a inicios de año
cuando decidieron acudir al llamado propalado por una radio boliviana
ofreciendo trabajo en São Paulo con todos los gastos de transporte
pagados, casa, comida y sueldo. “Vinimos seis,” recuerda Rubén.
“Hemos esperado en la frontera a que sea de noche para embarcarnos.
El bus estaba lleno de bolivianos. Llegando nada mas en São Paulo, el
hombre nos repartió a otros talleres que estaban esperando. Se quedó
únicamente con nosotros.” Walker exclama con ira y desprecio:
“Siempre nos decía, que le debíamos. Hemos cosido pantalones,
camisas, de todo. El hombre pedía mas y mas producción. Gritaba que
no era suficiente, que debíamos producir mas para poder ganar. En el
taller había otros seis costureros bolivianos. Nunca nos dijeron nada,
ni quisieron ayudarnos. Ellos sí podían salir los domingos.”
“
Se han escapado,” corta otro boliviano, quien los conduce a una
esquina poco iluminada donde cuelgan pedazos de cartón sobre los que
se ha garrapateado ofertas de trabajo. Los lleva hacia un coreano que
extiende hojas arrancadas de una libreta sobre las que están escritas
a mano, la dirección y el teléfono de su taller.“ El coreano no
habla el castellano,” explica a los jóvenes un boliviano al servicio
del coreano. “Tienen que ir al taller para tratar las condiciones.”
Hay otras manos extendiendo hojas entre ellas las de dos mujeres
coreanas muy bien vestidas, también un brasileño. Los dos amigos
reciben las hojas y sus rostros se iluminan. No han dejado de tirititar
de frío. Deben tener no más de 20 años, apenas alcanzan el metro
sesenta y vivían en un barrio de El Alto en La Paz. Nunca pudieron
comunicarse con sus padres. Walker tiene en el bolsillo del pantalón
un atado de cartas por enviar. El conocido es un vecino a quien nunca
hablaron en Bolivia, sólo se miraban en las mañanas en el paradero de
bus. Debía ser un estudiante universitario. El hombre sin nombre los
conduce a otro extremo de la plaza donde un grupo dialoga a media voz,
bromean, otros se acoplan para observar en silencioso deleite el paso
de alguna muchacha boliviana. La escrutan abiertamente, la huelen a la
distancia. Durante
horas hasta la madrugada la música mantiene un ambiente de fiesta
pueblerina en
el viejo distrito
imigrante del metrópole. Hacia las 8 de la noche, la plaza está en su
tope de actividad. Rubén reconoce a una chica vecina suya. Ella pasa,
lo mira como si no lo conociera y sigue su camino. A las 11 de la
noche, la multitud empieza a ralearse. Las sombras de los coreanos
en la esquina forman una presencia más pronunciada. “Váyanse con
aquel,” señala el boliviano conocido. “Es mejor un coreano joven,
los viejos son tramposos.” El
carro patrullero que ha permanecido con su dotación de pie afuera,
enciende sus circulinas. Se va.
Y repican quedas palabras: “Buenas noches, amigo. Chau. Hasta el próximo
domingo.” Los forasteros se
adentran en las calles sin vida. Están terminando las horas de
libertad que salen a ventilar sus cuerpos las noches de domingo desde
las entrañas de la industria de la confección. Muy poco ha cambiado en la herradura de barrios abrazando el centro de la ciudad que ha pasado por el dominio sucesivo de italianos, judíos y coreanos desde hace 80 años. Las viejas casas cubiertas de moho y manchas negras de musgo muerto apenas se diferencian unas de otras. Aparentemente no hizo falta construir nada.Discreción y la vela de simplicidad reinan en sus calles plagadas de comercios donde se alimentan las bodegas de cientos de buses sin identidad estacionados por los alrededores, a los costados de innumerables hoteles dedicados al hospedaje de grupos del interior o del exterior, semejantes al hotel de los peruanos, aguardando la tarde para internarse en las venas de Brasil con sus bultos enormes de mercaderías compradas de madrugada en el mercado de la “25 de marzo” y los talleres ocultos de los barrios adyacentes.
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Trabajar
como Chinos Los
nuevos dueños bolivianos de talleres han aprendido, refinado y
eliminado costos de sus antiguos patrones los coreanos. “Hay que
trabajar como chinos” es su lema. Son ellos quienes traen y atraen a
jóvenes bolivianos a Brasil a través de enganchadores especializados. Venir
a Brasil para trabajar como costurero ya es una costumbre muy conocida
en Bolivia. Avisos en emisoras bolivianas de rádio pintan atractivos
para reclutas: tres comidas al día y cama por cuenta del patrón, además
de un salario 10 veces más que el salario mínimo boliviano. No se
exige experiencia ni dominio de la costura. Entre
las varias rutas de que disponen, la usual es ir hasta la ciudad
oriental de Santa Cruz de la Sierra y desde allí embarcar en el
“tren de la muerte” para la larga, caliente y penosa travesía del
Chaco hasta Puerto Suárez, en la
frontera boliviana. Quienes tienen pasaporte piden en Corumbá,
en el lado brasileño, un permiso de entrada de un mes máximo. Quienes
no lo tienen esperan a que caiga la noche para confundirse entre el
tropel de comerciantes y contrabandistas que vienen en buses repletos
de mercadería y viajan con ellos hasta São Paulo sin mayores
contratiempos en las paradas de control policial. Algunos llegan al
gigante terminal de Tietê. Otros van para pueblos del interior donde
también hay ya talleres bolivianos. Cada patrón trae sus propios
aprendices, algunos por encargo. Los instalan en algunas de las mismas
viviendas que antes ocupaban los coreanos. El truco es infundirles
miedo por su condición de ilegales. Aún cuando ellos tengan pasaporte visado, no consiguen salir
a la frontera para prorrogar su visa por un mes más. Como hicieron los
coreanos con sus semejantes, después con los bolivianos, los nuevos
patrones de talleres informales son ilegales; vistos desde el lado de
la legislación brasileña, usando trabajo esclavo. Los
nuevos migrantes tienen menos miedo que los anteriores. Saben lo que
les puede estar esperando. Y siguen llegando. Los bolivianos dueños de
talleres han aprendido de los coreanos a trabajar con todas las
ventanas cerradas, subiendo el volumen de las radios, para cubrir el
ruido de las máquinas. Impiden la salida de sus costureros a la calle
hasta para comprar un caramelo, imponiendo con promesas de mayores
ganancias jornadas de trabajo de lunes a sábado que empiezan a las 8
de la mañana y terminan más allá de la media noche, cuando el cuerpo
no da más. La
competencia entre los talleres bolivianos redujoel pago por la costura.
Cosen por encargo. Buscan los avisos en los comercios de coreanos y
reciben pequeños lotes de prendas. Pagan al boliviano no más de un
real por coser un pantalón. El boliviano le paga a su costurero 25
centavos. Un T shirt a 30 centavos cada uno. “Es ganancia limpia,”
dice Sabino Huamán, hosco tallerista. “Llegan sin saber nada, cosen
mal y ni idea tienen de lo que cuesta manejar un taller. Ni para hacer
un sindicato sirven. A quién van a reclamar?” Las
enfermedades del oficio pueden causar una paulatina perdida de visión.
Los materiales que más afectan la visión son el color blanco y el
negro. También sufren de enfermedades de las vías respiratorias a
causa del polvillo de la ropa, dolores en las piernas y problemas de
circulación y reumatismo por falta de movimiento, las pésimas
condiciones de trabajo y un extendido alcoholismo. Cuando un boliviano
se enferma, tiene que costear él mismo su curación o ir para un
hospital público. Al
menor indicio de redada policial, trasladan el taller a otro local.
Tanto para alejar a los novatos de los demás como para eludir una
probable sorpresa del fisco, los talleres se han ido trasladando a
zonas distantes entre ellas Guarulhos y Guaianases. Quedar poco tiempo
en el mismo lugar es siempre lo mejor. Alcanzar el dominio de la
costura es una obsesión para los costureros porque les permite cambiar
de trabajo al instante y tener más dinero, que permite el lujo de
emborracharse con cerveza en vez de chicha, pagando menos que en
Bolivia. El
oportunismo y la búsqueda de ganancia
rápida creó en los coreanos hábitos que les cuesta superar
para alcanzar otros dominios. Un ambicioso proyecto destinado a unir
empresas en un consorcio para lanzar su producción a los mercados
internacionales consiguió el apoyo estatal de la Agencia para la
Promoción de las Exportaciones con un subsidio por tres años a partir
de septiembre de 1999, basados en el éxito alcanzado por una empresa
que llegó a efectuar ventas por 300 mil dólares a Chile. Así crearon
la marca “Tropical Spice” como distintiva del Brasil. La
primera presentación internacional de los coreanos en Las Vegas en
febrero del 2000 fue un salto al desconocido que los privó de sus
pretensiones de grandes industriales del vestido. El
mercado internacional exigió volúmenes de producción
inalcanzables. Por primera vez en años se sintieron ridículos.
Llevaron un catálogo con 150 muestras. Fueron chocados al recibir los
primeros pedidos por 50 a 70 mil unidades a ser entregadas en menos de
30 días. Imposible de cumplir, dada la estructura de producción en
pequeños lotes basada en talleres mal equipados, la mayor parte en
manos de bolivianos maquilando en piezas de museo. Regresaron con el
rabo entre las piernas. Cuando analizaron los mercados de la moda,
nunca pensaron en los volumenes exigidos por la venta masiva. A
los talleres coreanos y bolivianos de São Paulo faltan máquinas
para producir vestidos de calidad como sí lo tienen los talleres más
avanzados de Bolivia. Ahogados
en grandes estoques de ropa no vendida, utilizando el mismo catálogo
de Las Vegas circulado en la Internet, los coreanos se lanzaron sobre
mercados pequeños de Argentina, Uruguay, Paraguay y Chile, sin reparar
mucho en la calidad de sus acabados. Mientras tanto, los coreanos han
obtenido un crédito del gobierno brasileño para modernizar sus máquinas.
Los talleristas bolivianosno pueden vencer las barreras a su
participación en proyectos de este tipo. Una notable incapacidad para
actuar en conjunto les impide. Los hijos de Bolivia, tan aptos para
organizar en su tierra hasta marchas callejeras de sindicatos de ciegos
vendedores de fichas telefónicas, no consiguen unirse en Brasil. Peroun
hotel del centro de São Paulo está siendo copado por comerciantes
bolivianos provenientes de El Alto al caer el contrabando de productos
brasileños en la frontera con Perú. La apertura de los mercados pone
en duda ahora el viejo dogma geopolítico de los industriales del sur
del Perú: El temor al expansionismo de la producción brasileña que
destrozaría la industria nacional que hizo que los proyectos de
integración carretera duerman bajo el encanto de las frases en los
discursos políticos y los de la diplomacia. Pero con una industria por
los suelos y los mercados saturados de productos importados, querer
mantener infranqueable la muralla de los Andes no tiene mas sentido
para la industria del Perú. Es un mundo nuevo, ancho y ajeno, que cada vez reconoce menos barreras políticas y naturales. Llegan productos brasileños al Perú. Llegan inmigrantes peruanos y bolivianos al Brasil. Los gobiernos acaban aceptando las situaciones de hecho. Nuevas formas de comunicación y comercio aparecen. Internet y el transporte barato de avión facilitan información y movimiento. También hay otras modalidades. Surge un gran comercio internacional en ropa usada, de los países ricos hacia los pobres. Otro comercio trae carros usados japoneses al Perú. En Tacna, ciudad peruana fronteriza con Chile, unos 300 comerciantes pakistaníes se han establecido, vendiendo un millón de carros japoneses en los últimos cinco años. Las barreras nacionales son ahora más porosas. La riqueza se distribuye por canales propios. Este es el sentido mayor de la globalización.
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