Los Límites de la Evangelización

Por

Nathan Wachtel

Este artículo fué publicado originalmente en Los vencidos: los indios del Perú frente a la conquista española, Alianza editorial pp. 226-242.
Los rasgos de aculturación poseen un alcance más o menos grande según el campo donde se manifiesten. La adopción de los frutos y legumbres europeos enriqueció la dieta alimenticia, pero este añadido no implica el abandono de la alimentación tradicional. Por el contrario, la mímesis que los curacas hacen del modo de vida español supone teóricamente una verdadera conversión a la cultura dominante. De modo general, la aculturación se produce a niveles y ritmos diferentes: la vida material puede transformarse, mientras que las estructuras mentales siguen resistiendo al cambio. Es más fácil cubrirse con un sombrero de fieltro que hablar la lengua española; y el bautismo no suprime repentinamente todas las antiguas creencias religiosas. ¿Cuál es, pues, la situación en el dominio de la vida «mental» hacia los años de 1570-1580? Consideremos dos ejemplos: por una parte, la lengua y la escritura; por otra parte, la religión

1. La lengua y la escritura

La masa indígena continúa hablando las lenguas autóctonas, principalmente el quechua y el aymará. Con el fin de asegurar la unidad del Imperio, los Incas habían favorecido la difusión del quechua en detrimento de las lenguas menos importantes; los misioneros españoles, para facilitar la evangelización, siguieron la misina política.

Sin embargo, encontramos en nuestros documentos numerosos indios que hablan español; pero se trata, por lo general, de curacas. Además del caso de los célebres cronistas Pachacuti y Poma de Ayala, citemos algunos ejemplos. En Yucay, Francisco Chilche sabe por lo menos firmar; el libro del cabildo del Cuzco lleva, después del acta de la sesión celebrada en 1 de septiembre de 1559, una firma visiblemente trazada por su mano, firma muy clara, precedida le una rúbrica en forma de «8»; «don Francisco» figura en abreviatura, y «Chilche», con todas las letras, cuidadosamente caligraliadas. En Chucuito, Martín Cari habla la lengua española y Martín Cusi la comprende. Según las Relaciones geográficas, cierto número de indios ayudan a los redactores no sólo como intérpretes, sino también como escribanos; en la provincia de Collaguas, Diego Coro Inga cumple las funciones de escribano del cabildo; en Atunsora, Pedro Taypimarca es designado como «indio ladino en la lengua española y escribano del cabildo». ¿Cuál es la amplitud de esta aculturación lingüística?

Nuestros ejemplos son casos aislados hasta 1570. Entre 1570 y 1580, Toledo estimula la creación de escuelas, destinadas sobre todo a los jefes indígenas. En 1571 decide fundar una escuela en Huancayo y precisa que deben frecuentarla obligatoriamente los hijos de los curacas y de los indios más ricos. Dos maestros, ellos mismos salidos de la nobleza indígena, tenían por tarea enseñar la lectura y escritura del español, así como canto y música; estaban dispensados de la mita y recibían un salario de veinte pesos y doce fanegas de maíz, extraídos de los bienes de la comunidad; tenían también autorización para desplazarse a caballo y vestirse a la española. Las ordenanzas de Toledo se proponen explícitamente hispanizar a un grupo privilegiado; la organización de los cabildos entra igualmente en esta política de formación de una clase dirigente dócil a los españoles.

La aculturación lingüística se desarrolla, pues, dentro de la aristocracia indígena, pero, igualmente, se limita a ella; la masa de los indios no comprende el español; esta incomprensión (como veremos en el parágrafo siguiente) frena la evangelización. Anotemos otro hecho significativo: en las comunidades, treinta años después de la Conquista, los quipu sirven todavía para la numeración; durante su visita, Garci Diez constantemente los toma como las pruebas más seguras de las informaciones que recoge; la misma comprobación se produce en Manchac, en la región de Huánuco ". Es verdad que, desligados del ayllu, los yanas pueden, por su proximidad a los señoles españoles, aprender más fácilmente su lengua; recordemos que en Yucay los testigos interrogados les llamaban espontáneamente «ladinos»; pero entonces se trataba de una recriminación, donde el término era empleado en un sentido peyorativo más que descriptivo. Incluso si admitiéramos una cierta aculturación entre los yanas, ésta sólo acentuaría la escisión del mundo indígena según el sistema bipolar precedentemente definido: por una parte está la cultura dominante, modelo para los curacas (y, eventualmente, para los yanas); por otra parte, la cultura tradicional, la de los hatunrunas, alterada, pero siempre viviente.

2. La evangelización

La extirpación de la idolatría significaba, para los indios, una verdadera empresa de deculturación. Los efectos negativos podrían haber sido solamente pasajeros si el cristianismo hubiese reemplazado con rapidez a la religión autóctona. Pero la evangelización sólo es superficial; la sociedad indígena, desestructurada, no encontró en el cristianismo ningún elemento positivo de reorganización.

a) La insuficiencia de los misioneros

En primer lugar, insuficiencia numérica. En la provincia de Chucuito, poblada por más de 60.000 habitantes en 1567, se encarga de la evangelización un grupo de dieciséis a dieciocho dominicos, es decir, un religioso por cada 3.500 habitantes. Por su parte, los misioneros permanecen poco tiempo en la provincia y son sustituidos por otros misioneros; durante los diez meses que duró la visita de Garci Diez se renovaron todos. A lo cual se añaden las numerosas ausencias para ir a Lima, al Cuzco o a Charcas. Los religiosos no conocen a sus fieles. Entre los chupachos la situación es todavía menos favorable; en varias ocasiones, durante un período que cubre aproximadamente cuatro años, se vieron privados de toda «doctrina»; muchas veces un laico les enseña el Ave María y algunas otras oraciones, pero nada más. En el valle de Huaura es el propio encomendero quien impide a los indios asistir a misa, haciéndoles trabajar abusivamente los domingos y días festivos.

En Chucuito, los dominicos podrían, en rigor, bastar para la tarea, pero no se desplazan al interior de la provincia. Sólo hay iglesias en las siete cabeceras, donde los religiosos viven la mayoría del tiempo en grupos de dos o tres. Cuando emprenden una visita a su distrito, la llevan a cabo muy rápidamente, sin detenerse en las diversas localidades, de tal manera que numerosos pueblos jamás han tenido oportunidad de ver siquiera a un sacerdote; a algunas leguas de Zepita, Garci Diez descubre tres aldeas donde ningún habitante, anciano o niño, es cristiano. Más grave es el hecho de que ninguno de los religiosos conoce la lengua indígena, el aymara, por lo cual se ven imposibilitados para confesar a los indios; la catequesis resulta prácticamente imposible. Tanto más cuanto que la traducción de una lengua a otra planteaba problemas casi insolubles: los conceptos cristianos cambiaban de sentido cuando pasaban del español al quechua o al aymará. Es célebre el relato de Garcilaso de la Vega que describe el encuentro del padre Valverde con Atahualpa; el intérprete, Felipillo, «por decir Dios, Trinidad y Unidad, dice: Dios, tres y uno hacen cuatro, haciendo la suma para hacerse comprender».

Insuficiencia moral, también. Los religiosos, cuenta Garci Diez, comercian con los indios, bien directamente o bien por medio de parientes que les acompañan. Venden mulas y caballos a los curacas que, por lo demás, se quejan de haberlos pagado demasiado caros. Ordenan a los indios que confeccionen prendas o hagan tareas de transporte, imponiéndoles así un verdadero tributo. Por otra parte, resulta públicamente notorio en la provincia que los parientes en cuestión sólo son testaferros sin fortuna, y que el dinero empleado en sus operaciones comerciales pertenece a los religiosos. Los misioneros, por lo demás, no dudan en administrar castigos a los indios, especialmente a los curacas, con pretextos religiosos, pero en realidad para asegurar la buena marcha de sus negocios.

Más aún, los misioneros encarcelan a numerosos indios bajo la acusación de brujería. Estos permanecen en prisión durante largos meses y, en ocasiones, a perpetuidad. Sus campos no se cultivan, pero las comunidades deben pagar la parte del tributo correspondiente a ellos. El obispo de Charcas, al visitar la provincia, había ordenado la liberación de los prisioneros, pero sólo fue parcialmente obedecido. ¿Por qué? Garci Diez nos da un motivo: se obliga a los prisioneros a trabajar en provecho de los religiosos, tejiendo ropa. Ahora bien, era fácil acusar a cualquier indio de brujería. Dicho de otro modo, las prisiones que evoca Garci Diez constituyen una especie de obrajes, talleres textiles con trabajo forzado, que se cuentan entre los primeros del período colonial.

Sobre los abusos de los en Chucuito, puede leerse en el Archivo General de las Indias la «Visita secreta»: «Los dichos religiosos acostumbran meter presos muchos indios viejos por hechiceros mucho tiempo y a un algunos perpetuos... además de que pierdan sus sementeras y haciendas a los indios de la provincia se les hace agravio porque pagan el tributo por ellos... Estos indios que están por hechiceros les hacen trabajar los dichos religiosos en hacer ropa cosa para ellos...»

b) Los límites de la evangelización

No puede sorprender, en estas condiciones, que la evangelización sea superficial; la simple ceremonia del bautismo, sin catequesis, no basta para convertir a los indios. Tanto más cuanto que éstos oponen a los misioneros una resistencia obstinada, aunque generalmente pasiva. En este «contacto» cultural chocan estructuras mentales radicalmente extrañas entre sí. Mientras que los españoles consideran dioses indígenas como manifestaciones del diablo, los indios interpretan el cristianismo como una variedad de idolatría. Así lo atestigua el manual de confesión de Diego Torres, escrito hacia 1584; enumera allí los «errores respecto de la fe católica» en los cuales caen los autóctonos. «Dizen algunas veces —refiere el manual— de Dios que no es buen Dios, y que no tiene cuydado de los pobres, y que de valde le siguen los indios... 5. Que como los christianos tienen ymágenes y las adoran, assí se puede adorar las Huacas. Ídolos, piedras que ellos tienen. Y que las ymagenes son los Idolos de los christianos... 8. Que bien se puede adorar a Iesu Christo nuestro señor y al demonio juntamente, porque se han concertado ya entrambos y están hermanados. 9. Ponen duda y dificultad en algunas cosas de la fe. Principalmente en el mysterio de la santiissima Trinidad, en la unidad de Dios, en la passión y muerte de Christo, en la virginidad de nuestra Señora, en el Sanctíssimo Sacramento del altar, en la Resurrección general... » Por otra parte, como hace notar Antonio de Zúñiga en una carta dirigida a Felipe II en 1579, los indios se limitan a fingir que siguen las ceremonias religiosas; aunque recen de rodillas o se confiesen, sus prácticas son exteriores y forzadas; no son ahora más cristianos que en el momento de la Conquista. En Chucuito, Garci Diez se hace eco de lo mismo: «La mayor parte de los indios no son cristianos».

A menudo ni siquiera se administra el bautismo, y Garci Diez denuncia la negligencia de los misioneros. La misma comprobación se produce en 1558 en el valle de Yucay, cerca del Cuzco, donde lo visita de Damián de la Bandera suministra indicaciones cuantitativas: los curacas interrogados citan el número de indios tributarios, lo cual permite distinguir entre bautizados y no bautizados. Ahora bien, de entre 785 apellidos censados, se cuentan solamente 112 nombres cristianos, lo cual significa que un 86 por 100 de los indios no han recibido el bautismo «. En cambio, casi todos los jefes de ayllu (14 sobre 15) llevan nombres cristianos. Entre los chupachos de la región de Huánuco, la visita de Ortiz de Zúñiga en 1562 permite establecer una estadística análoga; la relación es aquí la inversa: 84 por 100 de bautizados por 14 por 100 de no bautizados, pero se trata de una estadística sólo aproximada, que disimula la desigualdad de la evangelización de acuerdo con las diversas poblaciones: en Naucas, por ejemplo, la proporción de no bautizados alcanza al 50 por 100. Por otra parte, es difícil evaluar el alcance de estas cifras, porque no significan que los indios teóricamente cristianos hayan abandonado sus creencias y costumbres tradicionales.

En efecto, aunque el culto estatal desaparece con la ejecución de Atahualpa, sabemos que la antigua religión andina (fundada sobre los cultos locales de las huacas, las estrellas, el rayo, etc.) atraviesa los siglos hasta nuestros días. Las grandes campañas de «extirpación de las idolatrías», al comienzo del siglo XVII, atestiguan vitalidad de las creencias indígenas; acerca de estas últimas, los enormes legajos de la sección Idolatrías y hechicerías, custodiados en el Archivo Arzobispal de Lima, suministran incontables noticias. Dentro de la región de Huánuco, un documento de 1615 registra

La confesión de indios de Cauri, en uno de los repartimientos que precisamente había recorrido Ortiz de Zúñiga; es forzoso que alguno de estos testigos, los de sesenta a setenta años, conocieran al visitador de 1562. Estas confesiones revelan la existencia de un verdadero sacerdocio indígena, que transmite clandestinamente los ritos tradicionales y se opone a la penetración del cristianismo. Domingo Paucar Vilca, de la encomienda de Juan Sánchez Falcón, relata un mito autóctono relativo a las huacas de la región, repetido por otros testigos. En Cauri,

«todos así grandes como chicos hombres y mujeres en los bayles y ceremonias que agen adoran y rreberencian a las estrellas cabrillas rrayo raria paucar y a otras cosas.»

Descubrimos cómo «en tiempos de la gran viruela» (la epidemia de 1586‑1589 o la de 1614), el «sacerdote Guarguanto» instó a los para que se desembarazasen de los símbolos cristianos, la cruz y las imágenes, a fin de evitar la enfermedad, cosa que hicieron los habitantes del pueblo; es significativo que la difusión de la epidemia se halle vinculada en su espíritu a la aculturación religiosa. Este detalle resulta confirmado por la Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Perú [16001, Madrid, 1944, t. 11, pág. 116 [a los Condesuyos del Cuzco]:

Dióse un pregón en aquella provincia que todos los yndios que adorasen lo que lo xpnos adoraban, y tubiesen cruzes, rozarios o ymágenes y vestidos de los españoles, auían de perecer en la enfermedad de pestilencia que le guaca enbiaba en castigo que se auían hecho xpnos, la qual voz recibieron con tanto affecto y determinación, que echaron de sí todo lo sobredicho, arrojando en todos los caminos y quebradas todas las cruzes y rozarios y ymágenes, sombreros, japatos y calsones y todas las demás cosas con lo vestido que de españoles tenían... »

Los indios yauyos creían igualmente que las huacas enviaban la peste para castigarles por haber descuidado su culto y aceptar la enseñanza cristiana.

La idea de la muerte, asociada a los dioses tradicionales, reaparece en el tema del suicidio. Los documentos de que disponemos, redactados por los misioneros, exigen en este punto una interpretación delicada. Según los religiosos, el demonio describía el infierno a sus fieles como un lugar de paz y delicias, donde abundan las fiestas, la comida y la bebida; y les exhortaba «a ahorcarse o, a tirarse al río» para así reunirse con él. No se trata aquí de una muerte sufrida, punitiva (como en el caso de la epidemia), sino de una muerte de alguna manera activa y elegida: una vía de evasión. Las fuentes no permiten evaluar cuantitativamente la difusión del suicidio entre los indios. Pero la simple presencia de este tema, vinculado a la supervivencia de la religión indígena, atestigua el traumatismo provocado por la dominación española.

La religión andina y la cristiana se mezclan a veces en un sincretismo aparente donde, en realidad, dominan las creencias tradicionales. Según un documento de 1612,

«todos los yndios e yndias del dicho suaillo y pueblo de tucun tenían una guaca cerca de la iglesia del dicho pueblo y en ella un cuerpo muerto del tiempo del Inga llamado Cazahanaripa e quel dicho nombre tenía la guaca que hera una piedra laquel dicha guaca guardaua una yndia vieja llamada Yanoxaca y a esta dicha guaca confesó el dicho Hernando Capcha tenían muy gran veneración todos los naturales del dicho Tucun y que la mochauan muy de hordinario y acian largas fiestas y cada año todos los dichos indios del dicho su ayllu o de Tucun hacían una cbácara congregados juntos y lo que della resultaua de mais y otras se ofrecía a la dicha guaca».

Es significativo que esta huaca esté situada cerca de la iglesia: otros documentos confirman el encubrimiento de cultos tradicionales bajo un barniz cristiano. En Chaupimarca, en 1610, durante la fiesta de Corpus Christi, el curaca Francisco Ychoguamán hacía sacrificar en la plaza del pueblo, ante la puerta del cura, una llama parda, con el cuello adornado de plumas, después de una procesión y de ejecutar diversos cantos y danzas. Como indicaban ya Polo de Ondegardo, Morúa y Arriaga, la coincidencia de las fechas correspondientes a la fiesta del Sol en tiempos del Inca y la de Corpus Christi permitía todas las ambigüedades. Por otra parte, tales ambigüedades resultan alimentadas por los propios españoles, que deliberadamente construían iglesias o instalaban cruces en los emplazamientos de los lugares sagrados indígenas. A la inversa, los indios camuflaban sus ídolos y ritos bajo una apariencia cristiana. Oigamos el relato del visitador de Guacara, región de los yauyos, en 1613:

«Descubrimos que conservaban en la puerta de la iglesia una gran huaca llamada camasca, y otra en el interior de la iglesia, llamada Huacrapampa; y detrás del altar principal, en la puerta de la sacristía, había otra huaca llamada Pichacianac. No contentos con estos descubrimientos, levantamos el altar y removimos todo el suelo, descubriendo más de cien venablos completamente manchados y salpicados por la sangre de los animales que sacrificaban a las huacas».

Sin embargo, la vecindad de ambas religiones, cristiana y andina, no se resuelve en una síntesis; antes que fusión hay yuxtaposición. Aun cuando los indios admitan la existencia de un Dios cristiano, lo relegan a otra esfera' exterior, negándole toda influencia sobre el curso de los acontecimientos humanos. Según atestigua el manual de Diego Torres, los indios creen que «las cosas se hacen por la voluntad del sol, la luna, de las guacas..., y que Dios no concede su providencia a las cosas de aquí abajo». Es llamativo que los antropólogos encuentren hoy día las mismas creencias entre los indios de la comunidad de Puquio; en efecto Jesucristo sigue estando «separado» (separawmi) de los indios, no interviene en su vida; son las montañas (wamani) quienes les protegen. De acuerdo con una concepción próxima a ésta, el Dios cristiano sólo actúa aquí abajo en favor de los españoles, mientras que sobre los indios velan únicamente los dioses tradicionales:

«Dicen (afirma Arriaga) que todo lo que los padres predican es verdad, y que el Dios de los españoles es buen Dios, pero que todo aquello que dicen y enseñan los padres es para los Viracochas y españoles, y que para ellos son sus huacas, y sus malquis, y sus fiestas, y todas las demás cosas que le han enseñado sus viejos y hechiceros ... »

En su descripción del movimiento milenarista Taqui Ongo, de 1565, Cristóbal de Molina describe el mismo fenómeno de disyunción teológico‑social. Los elementos de aculturación recubren también en el dominio religioso una escisión entre el universo europeo y el universo indio.

Paradójicamente (pero sabemos que los cristianos del siglo XVI asimilaban los dioses indígenas al diablo) los misioneros españoles reconocen tal yuxtaposición. El documento relativo a los yauyos refiere así una curiosa aventura del visitador:

«En el descubrimiento de cuatro huacas se produjeron fenómenos extraños y prodigiosos. La primera se llamaba Apuhuamarilla, de aspecto horrendo; una india velaba sobre ella. El visitador tomó la huaca y se la llevó a casa, haciendo venir después a la india con el fin de interrogarla. Y cuando la india estaba franqueando el umbral, el demonio la saludó y le dijo: “Hamuy sumác flusta: sed bienvenida princesa”. El sacerdote, oyendo hablar a la piedra, fue presa de gran terror y espanto, y cayó como desvanecido. La india se puso a hacer mil reverencias y a reanimar al sacerdote, diciéndole para calmarle: “Mira, padre mío, es nuestro Dios”.»

En este contexto teñido de creencias demoníacas o mágicas, comprendemos que los indios continúen practicando, como dice Morúa, «muchas ceremonias que tienen origen destas fiestas y supersticiones antiguas». Por lo general, los cultos indígenas permanecen en la clandestinidad. Son los propios yauyos quienes desentierran a los muertos de la iglesia de Huacra para transferirlos a la sierra, en el interior de grutas casi inaccesibles; dentro de estas sepulturas tradicionales, puestos en cuclillas y adornados con diversas prendas, los esqueletos recibían alimento y sacrificios de animales. En Yucay, en 1558, la visita de Damián de la Bandera revelaba una asombrosa supervivencia: veinticinco años después de la Conquista, unos cincuenta yanas se consagraban todavía, secretamente, al culto de Huayna Capac. Los curacas les hacían pasar por tributarios, aunque en realidad les dispensaban de toda obligación, pagando los otros indios el tributo en su lugar.

Pero la religión indígena, sobre todo durante el período que estudiamos, se afirma también a la luz del día. Un ejemplo a este respecto son los ritos de nacimiento: en Chucuito, en 1567, Garci Diez constata la vigencia de una costumbre bien visible, la de las deformaciones craneanas; insiste en el hecho de que está extendida al conjunto de la provincia; aunque dieciocho religiosos están encargados de evangelizar a los indios, es él quien ha de intervenir personalmente para evitar esa práctica:

«En toda la dicha provincia generalmente tienen por costumbre las indias cuando paren de apretar con las manos las cabezas de los niños para las hacer largas y delgadas y se las traen liadas y apretadas más de un año con unas trenzas de lana para que vayan creciendo y adelgazando sólo a fin de que cuando sean hombres se les encajen en las cabezas unas caperuzas largas y angostas que entre ellos usan... »

Es más, los propios españoles se ven muchas veces obligados a reconocer la validez de los ritos indígenas, de modo casi oficial. Es así como en Yucay, en 1552, los indios interrogados deben prestar juramento. Ahora bien, por más que todos hayan sido bautizados, el corregidor se cuida muy bien de ¡hacerles jurar sobre la cruz! Prestan juramento ante los dioses tradicionales, en presencia de testigos españoles: «Juraron en forma según su ley mochando el sol y la tierra y la guaca, como lo tienen de costumbre prometieron decir verdad».

¿A qué resultados hemos llegado?

El grado de aculturación varía según el nivel en que se produce, el rango social de los indígenas y la situación geográfica.
  1.   Diferencias de nivel. A medida que pasamos del dominio biológico al de la vida material y de éste al de la vida mental, comprobamos una aculturación más y más débil. Biológicamente, el mestizaje se desarrolla muy de prisa, pero los mestizos son rechazados por los españoles en la esfera material. Los indios adoptan de buena gana elementos nuevos (frutos y legumbres, sombrero de fieltro), pero no se trata tanto de una transformación radical como de un enriquecimiento por adición. En la esfera mental afirman su fidelidad a la tradición; a pesar de la evangelización, el cristianismo y la religión andina permanecen simplemente yuxtapuestas.
  2.   Diferencias sociales. En los distintos niveles, la aculturación se desarrolla ante todo entre los curacas. La pérdida de antiguos privilegios (consumo de coca, poligamia) se ve compensada por la imitación del modo de vida español, que representa una nueva fuente de prestigio. Esta evolución se encuentra confirmada por testamentos de jefes indígenas o por inventarios de sus bienes. En 1564, por ejemplo, el curaca de Collique, don Francisco, lega a sus hermanos, además de tierras o ropas, un centenar de pesos, tres caballos, dos bueyes y, sobre todo, dos yugos, cuatro rejas y un hierro de arado. En Matas, cerca de Yucay, don Juan Usca Paucar poseía, en 1589, no sólo algunos centenares de pesos y tierras, sino también útiles para herrar a las caballerías: dos martillos, dos tenazas y una palanca.
  3. Diferencias regionales. La aculturación parece más profunda en el norte del país (por ejemplo, en la región de Cuenca). Es también en el norte donde parece haber sido más grave la catástrofe demográfica. Sin embargo, dado el estado fragmentario de nuestras fuentes, se trata aquí de una hipótesis más que de una conclusión.

En conjunto, los resultados de la aculturación, hacia los años de 1570, son limitados. A pesar de la crisis de desintegración que proviene del choque con la civilización occidental, la masa indígena presenta una relativa «rigidez cultural» y rechaza la mayor parte del aporte español. En el juego de la continuidad y del cambio, podemos afirmar que la tradición se impone sobre la aculturación. Cuando los indios se apropian de elementos extraños se limitan, por lo general, a añadirlos a los suyos o a utilizarlos como una especie de camuflaje; no se trata (salvo en el caso de los curacas) de una conversión a la cultura española. Una civilización es un todo que no se descompone en átomos aislados cuya suma constituiría a su vez un conjunto coherente. Incluso en el caso de los curacas más hispanizados, comprobamos a menudo la persistencia de las antiguas estructuras mentales: si adoptan ciertas costumbres europeas, es insertándolas en los sistemas de la cultura indígena. Descubrimos así, en un documento fechado en 1567, que numerosos indios rebeldes de Vilcabamba visitaban en su residencia del Cuzco .1 la princesa María Manríque, viuda de Sayrí Tupac, haciéndole dones de plumas y de «otras cosillas de poco valor» en reconocimiento de su soberanía; a cambio, la princesa les ofrecía bebida y comida, llamas, ornamentos nasales, brazaletes y pendientes de oro, es decir, regalos de tipo tradicional; pero también les ofrecía «cossas de Castilla que ella compra de las tiendas». Si ella no hubiera obrado así, precisa el texto, «sería no haser lo que las señoras suelen y acostumbran haser en este reino». Dicho de otro modo, los objetos españoles en cuestión se encuentran aquí integrados en el sistema de los dones y contradones del viejo principio de reciprocidad.

Hay, pues, supervivencia de la tradición, pero sabemos también que dicha tradición, considerada en términos globales, sufre los efectos destructores de la dominación española: la descomposición de la sociedad indígena no se ve compensada por otro tipo de organización. Hay deculturación sin verdadera aculturación. De modo tal que dos mundos quedan frente a frente, uno dominante y el otro dominado. Si el traumatismo de la Conquista «continúa» durante el período colonial, es porque se renueva todos los días la coexistencia de dos sistemas de valores, uno vencedor y opresivo, el otro vencido y alterado. Sólo el sector de los curacas (o, parcialmente, el grupo de los yanas, o, finalmente, la categoría marginal de las prostitutas) se aproxima al polo dominante. En términos globales, la sociedad colonial se caracteriza por la sima que separa a españoles e indios; es decir, por una situación de disyunción. No es extraño que este tema impregne el folklore peruano.